sábado, 11 de abril de 2009

Un coche lejano (con Gloria GM)



“La muerte es un automóvil
con dos o tres amigos lejanos”
ROBERTO BOLAÑO



La noche había llegado ya hacía unas cuantas horas, como siempre, recostándose pausada pero insistentemente sobre una viva ciudad que iba mueriendo con el transcurrir de los minutos, como si de una forma constante fuera devorando uno a uno a los transeúntes y a los coches, las luces de los establecimientos y hasta el ruido. Sólo quedaban unos contados supervivientes solitarios que regresaban envueltos en abrigos y gruesas bufandas a sus casas después de una larga jornada de trabajo. Los yonquis y los vagabundos ya habían caído en sus fríos rincones donde pasarían sus interminables noches acurrucados entre cartones en los cajeros y detrás de los verdes contenedores.
K, mientras tanto, salía de su casa, bajaba al parking y ponía en marcha su taxi, un Mercedes viejo, silencioso y más fiel que lo que cualquier mujer pudo serle en toda su vida. El coche era, como marcaba el dictatorial gremio de taxistas, blanco polar y llevaba las correspondientes insignias del ayuntamiento, del cuerpo de taxistas y la forzosa publicidad de alguna radio cuyas tendencias facciosas se acentuaban cada mañana. El programa comenzaba antes de que el sol asomase sus cejas entre los edificios, cuando la ciudad, por obra misteriosa, volvía a cobrar toda su vida, energía y ruido y K terminaba su turno en un mutis imperceptible para todos, excepto para él y para algun frustrado cliente al que, ya de vuelta al redil, ignoraba y dejaba atrás en un bervísimo desfile que hacía a los rechazados presas de la desilusión nerviosa. Todos tenían prisa y eso K no lo soportaba. Por eso le gustaba acariciar las calles cuando ya estaban frías y bañadas por la luna o tapadas por los nubarrones.
Cerca de la una de la mañana, antes de dar inicio a su ronda nocturna, hacía una parada en la única cafetería abierta en la Plaza Central. Esta se mantenía despierta hasta las cuatro de la mañana y era el desagüe a donde iba a parar cualquiera que rondara la zona a altas horas. No es necesario averiguar qué tipo de gente era: gente de hostelería que salía tarde de su trabajo y se colocaba hasta que la echaran, traficantes de mediana edad que cerraban sus menudeos de última hora y choferes nocturnos, en general.
Del último grupo era F. No se podía decir que K y F fueran amigos, pero todos los días se juntaban allí para tomarse un café juntos antes de que empezase el trabajo. F era un viejo taxista de la zona, un trabajador resignado y hablador que en ocasiones resultaba ser un buen conversador o, por lo menos, una buena ocasión para que K se volviera a embeber de algo de humanidad antes de volver a zambullirse en las arenas movedizas de la rutina que podían tragarse a una ciudad entera y casi a una civilización.
Discutieron sobre la familia. F lamentaba no haber tenido hijos, mientras que K lamentaba haberse casado alguna vez, aunque esto no se lo dijo, tal vez por educación. Él tampoco había tenido hijos ni los había querido. Siempre había evitado las ataduras emocionales, no quería sentirse atado y clavado a lo que él considefraba una cruz ni tampoco quería lanzas en los costados, no le gustaba el vicitmismo. Quería una vida pequeña, manejable, de tonos grises y azulados y que no fuera digna de ninguna envidia, ningún rencor duradero, ninguna escena tragicómica, nada de patetismo, pero esto tampoco se lo dijo. Realmente fueron pocas las palabras que cruzaron antes de que K retomara su coche y comenzara a rondar la medianoche. Sabía que esa semana, y más concretamente esa noche, quizá tendría la suerte de llevar hasta su casa a una enfermera que hacía turnos de noche un par de semanas al mes.
Nunca fue un fetichista ni encontraba particularmente apropiadas a sus fantasías sexuales a las enfermeras; de hecho, tenía una imagen de ellas bastante pesimista y desidealizada. Solían ser mujeres gruesas, cercanas a la vejez, una vejez que se encontraba al fondo de un largo pasadizo húmedo y empedrado, donde no daba el sol sino por una lejana y diminuta ventana con barrotes oxidados, donde no había nada sino una pared y un espejo en el que no se reconocían, un espejo amargo y quebrado. Tal vez era alguna especie de trauma infantil que no era capaz de desentrañar. Esta mujer, sin embargo, apenas cabía en las casillas donde la colocaría como enfermera. No era particularmente hermosa ni destacaba realmente por nada en particular, a parte de su candidez, que se trasmitía por su piel clara, sus labios y algo que podría llamarse aura, una sensación rara que recordaba a las fotografías nocturnas de un cielo, un cielo limpio y claro, donde se percibe el movimiento de la tierra, pero que parece el movimiento de las estrellas y las luciérnagas y las estelas que las persiguen por el tiempo de apertura del objetivo. Sin duda una sensación extraña. Era medida en sus palabras, pero a él le parecía que su voz salía recubierta por una capa de lana fina que hacía cálido y cercano lo poco que decía, aunque con el tiempo y esa rutina de semanas intercaladas, iba añadiendo cada vez más comentarios en sus charlas con K, al principio un poco indeseables para ella, pero que luego se fueron normalizando y distendiendo de una forma natural.
Al salir de la cafetería, empezó a circundar la ciudad buscando algun cliente. Como decía su padre, “había que ganarse el puchero”. Así, después de media hora dando vueltas a su viejo Benz, una mujer le paró. Una muchacha de unos treinta años que desprendía decisión, tranquilidad y tal vez algo de resignación, pero solo se notaba esta si se la observaba detenidamente. Algo le perturbó brevemente mientras la miraba por el espejo retrovisor: tenía la sensación de haberla visto antes, pero definitivamente no la conocía. Ella no saludó (al parecer lo hace muy escasamente) y le dijo que fuera para el hospital de la calle Marcial. Llegaron en pocos minutos y ella le dijo que la esperase. Aún así, pagó y se metió en el hospital. K dio una vuelta al hospital ya que era la hora en que solía recoger a la enfermera pero no la vio, así que regresó a la puerta donde esperaba la misma mujer de antes. Se monta en el taxi. Le pide que la lleve a una zona céntrica, tiene ganas de tomarse una copa. Se muestra mucho más serena y la conversación empieza a fluir entre ambos. La naturaleza curiosa del taxista y la flamante distensión que surgió le llevó a embarcarse en el clásico cuestionario de los perfectos desconocidos que sintonizan de forma trivial: trabajo, comentario halagador, queja de la situación (la que sea) y, a partir de ahí, volcarse en el afluente más propicio. Él se sentía particularmente cómodo con ella. Le dijo que era una especie de relaciones públicas, casi una diplomática, que trabajaba para una multinacional. Estuvieron debatiendo sobre la igualdad en una breve conversación en la que él mantenía unos postulados socialdemócratas, pero para ella todos eran iguales, y que la visión de los demás sobre el valor de las personas no le afectaba de la forma más mínima. Resultaba difícil rebatirle un argumento y, a todas luces, inútil, así que K prefirió dejar el tema; además estaban a punto de llegar a la zona donde se apeaba ella. Le dijo que se llamaba Elena, estaba cansada de que la llamaran señorita. Ella era una mujer y su nombre era Elena.
Habían llegado al lugar y ella le pidió a K que estacionara el taxi, que lo invitaba a tomar algo. No solía encontrar personas que fueran capaces de escucharla, su trabajo exigía un trato en exceso rígido y seco y el hecho de viajar tanto apenas le permitía mantener una charla amistosa que superara las fases temáticas del tiempo y del “cómo está el mundo”, un clásico, se mire por donde se mire, y que naturalmente tenía desgastados a ambos. K, ligeramente asombrado, se ciñó a las peticiones de la particular clienta y dejó el coche estacionado. Se dirigieron a un pub donde brotaba un relampagueante solo de saxo que le recordó los sueños de juventud (una estafa, por lo que recordaba), a Bird, a Dizzy y a Monk, ídolos perdidos de un tiempo también perdido. Decidió que iba a emborracharse y, en acto reivindicativo, iba a irse con aquella mujer a algún hotel hasta que reapareciera el fantasma de la rutina al día siguiente. Esa noche, los dos bailaron después de años sin hacerlo, los dos se rieron como hacía tiempo que no lo hacían. Volvieron a sentir un ligero aroma de la adolescencia y de sus primeras relaciones tan poco serias como esta. Un ruso blanco para la señorita y un escocés para el caballero. Sin hielo. Tres, cuatro veces.
Cerró el bar y se metieron en el taxi. Ella estaba completamente borracha y no paraba de reírse. El rush se empezaba a correr con sus alcohólicas lágrimas que caían en su enorme risa. Él aguantaba mejor el alcohol pero aún así le costó unos segundos darse cuenta de que ella estaba sentada justo detrás de él y no en el asiento de acompañante. Sonrió y le dijo que se pasara adelante. – Así será mejor-, dijo ella y sonrió inclinando mucho la cabeza hacia la izuierda en un gesto tierno que él captó entre agradecido y resignado. No se dijeron nada más. Él puso la radio buscando aquél viejo bop que había sido su particular y caducada magdalena. Se miraron de forma cómplice por el espejo retrovisor y arrancó buscando un hotel en la Gran Vía. Pisó el acelerador, sentía otra vez la adrenalina y el alcohol correr por sus venas y cerró sus ojos por un segundo.
Cuando volvió a abrir los ojos, estos estaban tapados por las manos de Elena que apretaba fuertemente. Soltó el volante para liberarse y sin siquiera poder pensar en el freno, el coche se fue de la avenida y chocó de forma seca y frontal con un poste de luz.


Cuando se estrelló el coche ella ya estaba fuera, observando fríamente. Llegó la policía y ella se marchó en otro taxi.
Escrito a cuatro manos con la galanísima Gloria M.

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